viernes, 24 de diciembre de 2010

REFLEXIONES EN NAVIDAD (Poema)


Es muy cómodo pensar
que todo está dispuesto,
y que las injusticias
que nos muestra la vida  cada día
forman parte de un plan evolutivo
una estrategia universal
a la que cada cual acomoda a su manera
e  intenta descifrar en su misterio.

Yo no se si habrá algún plan
si hay un destino,
algo tiene que  haber
estoy de acuerdo.



Pero en este mismo segundo
no hago nada
para que el mundo
pueda ser distinto.
Y cuando nada puedo hacer
y la impotencia
me corroe el alma, la poesía y  la esperanza,
no puedo consolarme con el guiño
de algún gurú simpático y excéntrico
que se hace millonario con sus libros
y  que cobra sus recetas infalibles
desde una credit card y por correo.

Cuando veo los niños en las calles
peleando con los perros por un hueso,
cuando veo un planeta de riquezas
que acaparan unos pocos mientras tantos
roemos las migajas del banquete.
Cuando  escucho de crímenes y la sangre
empapa el humus sediento de la tierra,
en tanto estallan en pedazos por los aires
mis otros, mis congéneres, y ellos,
Inyectados  de odio hacen la guerra.
Mientras veo espolear  la Pacha Mama
arrancarle la entraña, envilecerla;
matar al rio, el aire, el árbol, la semilla,
por la ambición de  apropiarse  vanamente
de hasta la luz que brilla en las estrellas,
no me consuela ninguna  profecía,
ninguna conjunción estelar ni de planetas;
 y solo un paradigma me da vértigo:
Que estemos perdiendo para siempre
Nuestro don de  sentir y conmovernos.

El amor que tanto  enarbolamos
no vendrá desde alguna estrella ignota
ni de una nave  galáctica y brillante
a germinar en seres corroídos
que se han vuelto ante el dolor de su hermanos
incomprensiblemente indiferentes.
Porque el amor no va a comodidades,
porque el amor  es sacrificio pertinaz,
imprescindible.
Porque el amor se juega por los otros
y no se queda velando las pléyades
como no se quedó Jesús, ebrio de éxtasis.
Por el dolor de los más transpiró sangre
y  dejó en la cruz que cargó,  la última gota
por  esa luz de ideal que había en su mente.

Vamos queridos y afectados prójimos
que aquel que habló de un reino de los cielos
dijo que estaba en cada uno y entre todos
bajarlo ahorita mismo aquí a la tierra,
para cambiar este infierno cotidiano
donde son unos pocos los que gozan
mientras sufre y se retuerce el resto.

© Alejandro Reyes – Dic. 2010.

martes, 14 de diciembre de 2010

Jorge Cafrune / Labrador del canto / 1971



01    El niño y canario   
(Cuadros-Fratantoni)    canción
02    Mandinga, abríme la puerta   
(Sánchez, D.)    chacarera
03    Lamento salteño   
(Amaya, M.)    zamba
04    El último zapucay   
(Valles, O.)    chamamé
05    Peona   
(García, S.)    poema
06    Virgen india   
(Albarracín, A. y L.)    vals
07    Olvido adentro   
(Repetto, M.)    milonga
08    Coplas de bagualas del Valle Calchaquí    (Dávalos-Yupanqui-Moreno)    baguala
09    Oh Cochabamba   
(Del Río, J.)    taquirari
10    Zamba para mi rancho   
(Forte, C.)    zamba
11      Verde Litoral        canción del litoral
(Sampayo, A.)
12 Preguntitas   canción
(A. Yupanqui)

lunes, 13 de diciembre de 2010

Leyenda del Ñandubay / (Serafín J. García)







Cuéntase que hace ya muchos siglos, cierta poderosa tribu guaraní
estuvo  gobernada por  un cacique   de pétreo corazón, llamado Corumbé, a quien jamás conmovía el infortunio ajeno. El fiero cacique
era  padre de una doncella de esplendorosa hermosura, la dulce
y tierna Ivotí, único ser en el mundo que él amaba a su modo, con
feroz egoísmo, y cuyos encantos múltiples desvelaban a los mejores
guerreros de la tribu.

Entre estos guerreros destacábase por su intrepidez, su coraje, su destreza
y su fuerza, el que respondía al  nombre de Umanday, que era en la carrera ágil como un guasubirá, certero en el flechazo como el jaguar en el salto, y de una agudeza visual que bien podía competir con la de los halcones. El corazón de la bella Ivotí no era insensible, por cierto, a los requerimientos del apuesto Umanday, con quien cambiaba miradas furtivas pero cargadas de promesas de amor, cada vez que podían ambos burlar la vigilancia del celoso padre.
Tras constantes acechos y largos días de frustradas esperas, el joven indio consiguió cierta tarde verse a solas con la moza, aprovechando la circunstancia de que el cacique había salido de caza.
Pero he aquí que cuando la pareja se encontraba con las manos entrelazadas, intercambiando las más dulces palabras de cariño, y sin acordarse en absoluto del feroz Corumbé, éste apareció de improviso en el claro del bosque donde se habían reunido los enamorados,
interrumpiendo con furiosos gritos y terribles gesticulaciones aquella
idílica escena.
— ¡Traidor! — gritó el cacique dirigiéndose
hacia el joven guerrero —
¿Es así como pagas la confianza que
siempre te he dispensado? ; ahora mismo
te mataré como a una víbora!
—Amo a su hija y quiero desposarla.
Ese es mi único delito. Puede matarme, si lo entiende justo, que no me
defenderé. Entonces el desalmado Corumbé tuvo una idea diabólica, brutal, como todas las que germinaban en su cerebro cruel.
—Te pondré a prueba para saber si eres digno de Ivotí — dijo al enamorado mancebo —. Tendrás que permanecer de pie en este mismo lugar, sin dar un paso siquiera, hasta que yo regrese, dentro de tres días. Si me desobedeces, la guardia que dejaré custodiándote te acribillará a flechazos de inmediato. En cambio si te mantienes firme, será tuya la mano de mi hija.
—Acepto — respondió con voz firme y actitud serena el apasionado Umanday. Y acrecentada por el amor su natural entereza, aguardó sin moverse que transcurriera el plazo. Llegó la noche. Amaneció el nuevo día. Volvieron las tinieblas. Vino otra vez la aurora. Y el animoso indio proseguía de pie. Los ardientes rayos del sol estival taladraban su cráneo. Tábanos y jejenes le hundían ávidamente el aguijón en las carnes. Aviesas cuervos revoloteaban sobre su cabeza. Para ahuyentar el sueño, se mordía los labios y se clavaba las uñas en el pecho. Pero el cansancio y el sufrimiento iban doblando de a poco sus piernas, que no cambiaban
de sitio, sin embargo.
Expiró el plazo fijado sin que Umanday, ya inconsciente, se diera cuente de ello. Recién a les cinco días hízose presente en el lugar el bárbaro cacique. El joven indio ya no respiraba pero seguía erguido sin embargo.
Trémulo de espanto, Corumbé lo empujó con violencia, sin lograr derribarlo. Entonces miró hacia abajo y advirtió que los pies de Umanday estaban enraizados en la tierra, que sus retorcidas piernas habianse unido formando un durísimo tronco de corteza grisácea, que de su cabeza y su cuerpo brotaban ramas espinosas, duras y retorcidas también.
Tupá acababa de realizar un milagro. Y a su conjuro había nacido el
Ñandubay, árbol sufrido y recio como el indio que lo sustentara con sus nervios y sus músculos, con sus poderosos huesos y con su sangre bravía e
indomable.

* Serafín J. García






sábado, 4 de diciembre de 2010

viernes, 3 de diciembre de 2010

Romildo Risso / El Poeta de Los ejes de mi carreta



Recuerdo de Romildo Risso  
(1882 - Montevideo (Uruguay) - 1946 - idem) 
(Fuente: Diario "El País" - Montevideo - Uruguay)

CONOCEDOR profundo del espíritu y las costumbres del hombre del interior, Romildo Risso es una de las voces más destacables de la poesía gauchesca. A casi sesenta años de su muerte, y como es moneda corriente en países con memoria frágil, poco se sabe de su trayectoria vital y literaria. "Los ejes de mi carreta", en versión de Atahualpa Yupanqui, es el texto al que inmediatamente se lo asocia; seguramente Risso no pensó que su poesía trascendería a través de ese vehículo, popular y penetrante, que es la música. Es que Yupanqui, músico y poeta referencial de varias generaciones de cantores, no sólo reparó en "Los ejes de mi carreta" sino que también esparció por el mundo otros poemas suyos como "(El) aromo", "Silbando (piensan las aves)", "Humito de mi cigarro" y "Lo miro al viento y me río", entre otros. En Uruguay no deben soslayarse la fundamental tarea de Santiago Chalar —quien musicalizó y grabó "Pa’que los quiero", "Heladas", "Valles hondos", "Y uno se ríe", "Serenidad", "Adiós guitarra" y "El perro", entre muchos otros— y la hermosa versión del poema "¡Que no te pase lo mesmo!" (musicalizada en clave de milonga por Yupanqui y renombrada como "Canción de los horneros") que Alfredo Zitarrosa grabara por primera vez durante su exilio español, en el disco Guitarra Negra.
FUERA DE CAMPO. El campo, el hombre y sus costumbres fueron la base geográfica de los poemas y relatos de Risso. Pero no nació ni vivió en el campo. Su capacidad de observación y la experiencia deben haber jugado un papel fundamental para que el poeta alcanzara esa impronta criolla, difícil de incorporar para quien se mueve en medios urbanos.
A través de los contactos que tuvo con esa atmósfera rural, Risso buscó los motivos de su inspiración en la naturaleza: cantó a los árboles, a los pájaros, a las carretas (en sus motivos de carreros alcanzó un incomparable nivel), y también a la vida diaria del campo. En sus composiciones, donde se hallan disquisiciones íntimas, con verdades amargas e inquietantes que obligan a la reflexión, Risso se expresa como si fuera el protagonista. Empleó, para ello, muy diferentes formas poéticas con versos asonantes, lo que le otorgó mayor libertad para sus descripciones. Por otra parte su temática, en varios aspectos, no se asemeja a la de otros poetas contemporáneos suyos que cultivaron el nativismo.
Mucho tiempo le llevó hacer pública su obra: si bien existen testimonios de que ya escribía en la adolescencia, recién en 1931 (a los 50 años) publicó Ñandubay, su primer libro de poesía. Su obra parece concentrarse en poco más de una década. Para darla a conocer contó con el apoyo de amigos de la Asociación de Cultura Tradicionalista del Río de la Plata y de la Asociación El Mangruyo (de Rosario), que no sólo lo ayudaron a editar algunas de sus publicaciones, sino que además las distribuyeron con generosidad. Lo que sí puede afirmarse es que ese primer libro produjo un entusiasmo mayor en Argentina, país en el que residía por entonces, que en Uruguay.
La crítica destacaba, por sobre todas las cosas, la originalidad de Ñandubay, ya que desde hacía algunos años se venía insistiendo en trilladas pinturas y estereotipos para describir costumbres y paisajes.
VALORACIONES. Tras el impacto de Ñandubay, en 1934 apareció Aromo, su segundo libro. Quienes conocen en profundidad su obra, coinciden en que estos dos primeros libros encierran lo mejor de su producción literaria.
Con Aromo, Risso se consolida como un autor personal. Domingo Caillava, en su Historia de la literatura gauchesca en el Uruguay, reproduce una carta que le escribió a Risso el crítico argentino Enrique de Gandía, quien no escatima elogios: "Es usted un gran poeta campero. Un filósofo de nuestras tierras que tiene el habla antigua, pero los pensamientos nuevos. Su libro ‘Aromo’ viene a remozar una literatura que se creía agotada. Sin embargo, yo creo que en este estilo sólo hay de ‘nuestro’ el modo de hablar, porque si sus versos los escribiéramos con correcta ortografía castellana, podría firmarlos cualquiera de los grandes poetas españoles sin que supiéramos de qué nacionalidad es el autor".
Pese a la valoración de gente como de Gandía, esa forma de esconder su cultura y su origen citadino tras el habla campesina, hizo de Risso un blanco fácil de algunas "autoridades literarias". Aún cuando en determinados círculos se veneraban su capacidad y hondura, ciertas críticas desdeñosas a su poesía lograron desanimarlo en ocasiones.
A Aromo le siguieron Huaco (1936) y Hombres (1937), libro que incluye, además de poemas, conferencias, artículos críticos y comentarios interpretativos. Pero donde su originalidad se pone bien en evidencia, es en los comentarios en prosa de sus propios poemas.
La originalidad de su poesía, para Domingo Bordoli, radicó en que "fue, de nuestros poetas gauchescos, el más frecuentado por emociones propiamente líricas (...) También el que más se demora en esos momentos; y su lirismo, de plástico y sensible, pasa a ser luego filosófico". Es que aun en el tema más simple Risso logra gran profundidad.
Tras Hombres dio a conocer otros cuatro títulos: Fernando Máximo (1939), Vida juerte (1944), Joven amigo (1944) y Luz y distancias (1946). Para muchos, esta etapa es inferior en calidad a la anterior, en la que presentó sus cuatro primeras obras. "Risso comenzó a perder el rumbo en sus últimos tiempos, cuando se dejó ganar por una actividad didáctica —para la que no estaba preparado— y escribió libros como Joven Amigo", asegura Bordoli en el prólogo de la selección de poesías editada por la Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos. Luego de su muerte aparecieron otras obras suyas: Tierra viva (1948), Humo de patria (1949), Con las riendas sueltas (1955) y Raimundo (1964).
PRIMEROS PASOS. Se sabe que Romildo Risso nació en Montevideo un 20 de octubre de 1882 en el seno de una familia de clase media, que su madre se llamaba Amelia Sánchez y que su padre, el oficial de Marina Luis Risso, representó siempre una fuerte presencia para el futuro poeta. Tuvo cuatro hermanos: Amanda, Irene, Luis y Juan Carlos.
Según rescatan algunos breves obituarios, desde la adolescencia Romildo se destacó por su espíritu rebelde. Esto queda demostrado en su irregular trayectoria liceal: sólo se reglamentó en primer año y luego continuó en forma libre.
Durante su juventud, a la vez que comenzaba a escribir, Romildo integró el Club Taurino de Montevideo —ubicado en la Plaza de Toros de la Unión—, donde más allá de encontrarse con muchos de sus amigos solía mezclarse en alguna corrida. En 1899, con 17 años, ingresó a la Administración Pública como Supernumerario de la Contaduría General de la Nación, y unos años más tarde revistó en la Guardia Nacional como subjefe del batallón No. 10. Pero el trabajo de oficina no le gustaba: desde pequeño, cuando su padre lo llevaba al interior, buscó con ahínco una vida al aire libre. De esos viajes le quedarían las primeras y fuertes impresiones del ámbito rural, pero también la gran admiración por su padre, que puso en evidencia en la dedicatoria de su primer libro. "A la memoria del valiente Comandante Don Luis Risso: por el ejemplo que fue su vida. A mi padre: por lo que es en mi sangre y en mi espíritu". Sin embargo, la muestra más acabada del sentimiento que lo unía a su padre llegó recién en la introducción del libro Hombres. Allí, Romildo revive un suceso de la primera de las guerras civiles que, para sus pocos años, fue sumamente movilizador: el asalto frente a las costas de Nueva Palmira de la cañonera General Artigas comandada por su padre. "El 15 de abril de 1897 le dijeron a mi madre:
—Han tomado la Cañonera, pero don Luis se salvó en un bote...
—¡Mentira! (respondió mi madre). Luis está muerto...
Mi madre no se había equivocado: el Comandante Risso, con cinco hachazos, dos balazos y muchas heridas menores, fue bajado a tierra ‘para enterrarlo’... Vivió, por milagro.
Lo que pensó mi madre, fue cierto para quienes actuaron en la lucha. Yo tenía 14 años y jamás olvidé esas palabras. Después comprendí lo que exactamente significaban: ¡mi madre había pintado al hombre que conocía!
Los 15 de abril, él festejaba su segundo nacimiento, risueñamente; sin sentirse héroe: nunca se recordaron hazañas. Tal vez por eso, aún veo en mi padre, sólo un hombre de quien fui compañero".
EN ROSARIO. En 1910, a los 28 años, Risso se radicó en la ciudad argentina de Rosario. En ese lugar, y después de ejercer variados oficios —un artículo de un medio argentino menciona el de vendedor de lubricantes—, llegó a ser Gerente de la empresa Yerbatera Argentina S.A. Por esa época, y apelando a su ingenio y habilidad manual, inventó una máquina mezcladora y refinadora de yerbas que nunca patentó. Pese a las largas jornadas laborales, logró mantener vivo su afecto por la naturaleza: en una casa de campo en Alberdi, localidad cercana a Rosario, llegó a criar no menos de veinte razas de perros, a muchos de los cuales amaestraba; también allí, diseñaba las jaulas de sus canarios y se dedicó al cultivo de varias clases de rosas.
Gracias a su cargo en la yerbatera, Risso viajó a las provincias de Salta Misiones, Tucumán, Entre Ríos y Corrientes e incluso visitó varias veces el Paraguay. A lo largo de estos recorridos pudo apreciar el paisaje humano de distintas regiones y tomar contacto con la vida y el sentir de los paisanos. De aquellos cuadros que fijaba su retina, el original poeta que anidaba en su interior extraía la materia prima para sus creaciones.
La costumbre de madrugar —una rutina de los hombres de campo— es un aspecto que "emparentó" a Risso con Atahualpa Yupanqui, quien solía trabajar en compañía de la luna y luego continuar su tarea con el sol apenas asomando. "A esa hora el hombre aún no ha empezado a sufrir —explicaba Don Ata—. A esa hora estoy nuevo, limpio, en silencio y escribo mientras la familia duerme. Entonces, soy una esponja que absorbe (...). La noche me gusta. Quizás porque los fantasmas vienen al anochecer. Con esto quiero decir que los fantasmas vienen después que el hombre sufrió y el hombre empieza a sufrir cuando sale a la calle a ganar el pan de sus hijos. Y se topa con el otro hombre".
Más allá de estas similitudes —significativas, pero a todas luces fortuitas—, no es demasiado lo que se sabe acerca de la relación entre Risso y Yupanqui. Algunas voces han hablado de un supuesto primer encuentro en Rosario cuando Atahualpa aún no había cosechado la fama que luego tuvo, pero no hay un documento contundente que lo asevere. Si bien ambos vivieron en la "Chicago argentina", todo parece indicar que no se conocieron durante los años en que Romildo residió allí, ya que Yupanqui (a la sazón, un adolescente 25 años menor que el poeta) recién anduvo por aquellas tierras hacia 1934, cuando retornó de su exilio en Uruguay amparado en la amnistía para los radicales que luchaban contra el régimen conservador de Agustín P. Justo.
Según lo que recogió de la tradición oral familiar, el sobrino Juan Carlos Risso asegura que "Yupanqui siempre quiso ponerle música a las letras de Romildo pero él se negaba. Una vez que mi tío murió, Atahualpa le insistió a Irene y a mi padre para que lo autorizaran a musicalizar algunos versos, cosa que consiguió. La verdad, creo que si hoy se conoce a Romildo es por Yupanqui, porque si éste no lo hubiese musicalizado y grabado, su obra hubiese llegado a muchísima menos gente de la que llegó". Pero una carta del propio Risso (publicada en el número 73 de la revista tradicionalista argentina La Carreta de agosto de 1938) si no desacredita el recuerdo de su sobrino, al menos confirma la falta de pruebas e información que hay al respecto: "Desde 1936 yo ponía en sus manos (las de Yupanqui) copia de todo lo que escribía; y con mi intervención y mi consejo ‘se hacía’ música a las composiciones elegidas".
En este documento —fechado en Banfield el 28 de junio de 1938 y hasta ahora ignorado por los pocos que trabajaron exhaustivamente la vida y obra de los dos creadores— Risso refleja, a través de una circunstancia puntual, la relación entre ambos. Pero además, y esto es lo más valioso del hallazgo, acusa a Yupanqui de plagio: "(...) Atahualpa Yupanqui ha sorprendido a esa institución y al público con un plagio de tal medida y carácter, que asombra por la grosería que evidencia, y alcanza hasta impresionar a quienes conocemos al hombre y al artista, como la realidad entristecedora de que ya nada puede salvarse en él (...). Para ustedes eso debe significar otra cosa que una contrariedad intrascendente, puesto que ninguna culpa tienen. Yo ni siquiera molestia sufro, y hasta podría sentir el halago de haber sido plagiado por un ‘maestro en el género’ como el que se reconoce en Yupanqui y, además, la satisfacción de que por tan extraña ocurrencia, mi obra haya servido para recreo del selecto y numeroso público de una entidad tradicionalista argentina (...). No quiero extenderme ahora, pero para informe digo que de aquí salió el tema de la conferencia de Yupanqui y todo lo que en ella es concepto medular (...)".
Luego Risso continúa describiendo los pasajes de una conferencia dictada por Yupanqui el 29 de mayo de 1937, que según el poeta "no sólo está fabricada, construida en su casi totalidad, con piezas sueltas desarticuladas de mis obras y algunas tomadas de lo inédito que él conoce, sino que el pensamiento fundamental (el tema mismo) está realizado en mis poemas y glosado en mi libro ‘Hombres’ (...)". Pese a la dureza de una denuncia pública de semejantes características —que podría permitir inferir el origen de la negativa de Risso a ser musicalizado por Yupanqui—, no se pudieron encontrar referencias acerca de algún descargo por parte del autor de "El Alazán". Esto no significa que tal respuesta no exista: serán futuras investigaciones, quizás, las que describan adecuadamente el trato entre Risso y Yupanqui y reconstruyan en particular este polémico pasaje. No por su carga conflictiva sino, más que nada, porque al manifestarse en la carta "con el ánimo entristecido y no agraviado", Risso deja traslucir una amistad defraudada.
BUENOS AIRES. Tras más de una década de vivir en Rosario, en 1922 se estableció en Buenos Aires donde residió hasta 1938. La primera etapa en la capital vivió junto a sus hermanas, en un apartamento en la calle Leandro N. Alem, en pleno centro. En lo laboral había cambiado de rubro, ya que en ese entonces comerciaba por cuenta propia con maderas y artículos rurales. Lo que jamás varió, para él, fue cierta característica personal: decidido cultor de la amistad, integró cuanto club o asociación afín le salía al paso. Así fue como llegó a ser presidente de una comisión (aparentemente ligada al nativismo, pues no se dan mayores detalles) en la zona del Tigre y, combinando sus intereses sociales e intelectuales, ocupó la vicepresidencia de la Comunidad Argentina de Escritores y organizó —junto a Domingo Lombardi— la Sociedad Argentina de Arte Nativo, para la que redactó el manifiesto que la regía.
Su sobrino Juan Carlos, apenas un niño por aquellos días, cuenta que el costado humano de Romildo y su sentido del humor hacían que fuese muy sencillo acercarse a él: "Era cariñoso, tenía mucha chispa y siempre te sorprendía con algo. Esas cosas a un niño lo deslumbraban". Sin embargo, por relatos de su padre, Juan Carlos estima que ese afecto casi infantil podía diluirse en determinadas situaciones, en particular ligadas a su faceta artística. "Aquí había un tal (Fernando) Ochoa que recitaba versos camperos por las radios. A Romildo no le gustaba, decía que lo hacía mal, y es famosa la anécdota de cuando un día le dijo: ‘Si quiere hacerme un favor, le pido que no recite más mis versos’". Ese tipo de actitudes, como otras en las que manifestó su ira contra la poesía de colegas como José Alonso y Trelles y Fernán Silva Valdés tal vez pueden haberle restado popularidad en los ámbitos literarios.
La familia Risso (constituida por Romildo, sus hermanas y su madre, ya que el poeta nunca se casó ni tuvo descendencia) se trasladó del centro de Buenos Aires a Banfield. Primero se instalaron en una casa en la calle Rodríguez (hoy Hipólito Yrigoyen) y luego de la muerte de su madre se mudaron a otra en la calle Grigera.
DE VUELTA AL PAGO. A pesar de que en Argentina se lo estimuló y se lo trató siempre con cariño, Romildo nunca quiso obtener la carta de ciudadanía de aquel país. Añoraba Uruguay y deseaba retornar a su tierra. Su regreso al país se produjo tras 38 años de residir en Argentina y, de acuerdo al escritor Héctor M. Lagos, fue el General Baldomir quien lo instó a volver. Casi de inmediato, en 1942, acepta el cargo de Subadministrador General de la Oficina Nacional de Turismo, que abandona en 1943 al ser ascendido a Cónsul de Distrito de Primera Clase, adscrito al Ministerio de Relaciones Exteriores. En ese tiempo, su salud comienza a desmejorar ostensiblemente. "Me quedé sin el gusto de darle la mano, esta mano casi inútil que ya se niega a escribir", testimonia en una carta, dirigida desde el sanatorio Arrarte a un amigo con el que se había desencontrado. Por esa fecha, a otro amigo le escribía lo siguiente: "Es cierto que mi salud física está seriamente quebrantada; pero espiritualmente no he bajado mi nivel; es un trance de la vida; yo cumplo con mi deber de hombre, en lo que al hombre le está impuesto por ley natural y lo que cada cual se asigna según sus principios éticos. En lo demás dicta la Providencia. En cuanto a mí mismo, no me ha inquietado, ni destemplado el hecho y sus perspectivas; sólo aspiro a cumplir dignamente esta nueva etapa de mi vida".
Esta dolorosa etapa de su existencia se "infiltró" entre sus versos: "Cuando con vigor la vida/ sacude, corta y golpea./ L’alma que no da señales/ es la que tiene más juerza", escribió. Ese mismo año fue atacado por una parálisis progresiva que acabó por impedirle articular palabra. Tras prolongada y dolorosa enfermedad, murió el 29 de marzo de 1946. 
 
Fuentes:
Entrevistas con Juan Carlos Risso y Uruguay Nieto.
Diversas ediciones de los libros de Romildo Risso, breves artículos periodísticos, plaquetas de las asociaciones tradicionalistas y otros documentos.
Agradecimientos: a J. Basilago, R. Feroglio, S. Flores, S. Majul, M. Monteiro, y J.L. Torres, por sus valiosos aportes.